Un grupo de guerrero custodia una rama con tres manzanas, a pesar del asedio de otros guerreros. Y un joven piensa unírseles.
La rama que llevaban consigo era realmente un prodigio: con tres manzanas rojas, henchidas, a punto de caer. La llevaban como sus abuelos, sus tatarabuelos y ancestros aún más lejanos, hasta donde se perdía el rastro.
Los guardias y espías informaron a Merlín que no había enemigos humanos a la vista, pero corrían rumores de que un ave gigantesca, con cuerpo de murciélago y cabeza de león, acechaba a los Caballeros de la Rama aquel año. Merlín desmereció la supuesta noticia agitando una mano. Romo había soñado en su infancia con ser uno de los Caballeros de la Rama. Durante la adolescencia había descartado este anhelo como una fantasía infantil, y en los primeros tramos de su juventud lo había olvidado. Pero ahora, a los veintitrés años, aburrido del palacio, y también un poco de su propia vida, volvía a sentirse un niño.
Los cinco caballeros restantes portaban una espada gruesa a un lado de la cintura y una larga y fina al otro; también una lanza en la mano, que apoyaron junto a la silla para comer. Vestían muy bien y se comportaban como hombres educados, pero había en sus movimientos y hasta en el tono de sus voces una cierta brutalidad que no podían ocultar. Romo les preguntó por sus historias y vidas.
Comieron y bebieron, y Romo no dejó de hacer preguntas acerca de cómo sumarse al grupo. Al llegar la medianoche, cada cual marchó a sus aposentos; reanudarían el camino al alba.